Comentario
El ascenso de Manuel Godoy no tiene parangón en la historia de España, aunque no es un caso único en la historia de las monarquías europeas del siglo XVIII, al menos en lo que se refiere a su juventud y a la celeridad de su progresión. Pitt el Joven fue nombrado primer ministro de la Gran Bretaña cuando contaba 24 años de edad, y con sólo dos de experiencia política como diputado de los Comunes. Y a los contemporáneos de Godoy esta similitud no les pasó desapercibida. Félix Amat, que sería más tarde arzobispo de Palmira y confesor de Carlos IV, se hallaba en Madrid como representante del clero catalán cuando se produjo el nombramiento de Godoy como nuevo Secretario de Estado, e informó al arzobispo de Tarragona, Armanyá, en los siguientes términos: "El duque de la Alcudia, por sus talentos, expedición y robusta juventud podrá ser en España lo que el famoso Pitt en Inglaterra".
En el caso de Godoy, un cadete del selecto Cuerpo de Guardias de Corps, de origen hidalgo e hijo de coronel, en el limitado espacio de treinta meses, se convirtió en plena juventud en Teniente General del ejército, Grande de España, duque de la Alcudia, cuyo valle recibió en donación, Consejero de Estado tras su remodelación de 1792, y en noviembre de ese mismo año Secretario de Estado, o lo que es lo mismo, responsable máximo de la política española. El apoyo de la Corona, la confianza de los reyes, clave de bóveda en la estructura del poder en el Antiguo Régimen, hizo posible esa fulgurante ascensión que liquidaba definitivamente la tradición política heredada de Carlos III, pues Godoy no pertenecía a ninguno de los dos grupos -manteístas o golillas y aristócratas o partido aragonés que habían pugnado por el poder entre 1759 y 1788. El diplomático José Nicolás de Azara, político vinculado al partido encabezado por Aranda por ideología y por su condición aragonesa, dejó testimonio en sus Memorias del cambio del sistema de gobierno de Carlos III, que había llegado hasta Aranda, tras la aparición fulgurante de Godoy: "el conocimiento del sistema estrafalario que se había introducido en nuestro Gabinete lo facilitaba todo: pues ya los ojos iban acostumbrándose a ver monstruosidades inauditas en la Monarquía y fortunas las más descabelladas, con un trastorno general de las ideas arraigadas por tantos siglos en las cabezas españolas".
La actividad política de Godoy, siguiendo los deseos de sus protectores, los reyes, debía encaminarse a salvar la vida de Luis XVI, y para ello había que mantener apariencia de neutralidad y utilizar todas las vías posibles, tanto oficiales como secretas. Los deseos españoles de interferir en el proceso a Luis XVI, comenzado el 11 de diciembre de 1792, se iniciaron en ese mismo mes, cuando Godoy ofreció al ministro de asuntos exteriores francés, Lebrun, la retirada de las tropas españolas acantonadas en la frontera pirenaica a cambio de la libertad del rey y de su familia. Leída la carta el 28 de diciembre ante la Convención, fue rechazada violentamente por considerarla una intolerable intromisión en los asuntos internos de Francia. También se efectuaron gestiones cerca del primer ministro inglés Pitt, por la neutralidad que mantenía Inglaterra, para que intercediera a favor del monarca francés. Y, finalmente, se intentó como último recurso el soborno, a través de José de Ocáriz, cónsul general de España en París, de destacados miembros de la Convención con el propósito de lograr que no votasen la condena a muerte del monarca. Pero documentos hallados en las Tullerías probaban que Luis XVI había mantenido contactos continuados con las potencias extranjeras enemigas de la revolución. Acusado de conspirar contra la libertad nacional y atentar contra la seguridad nacional del Estado, la votación efectuada el 15 de enero de 1.793 le fue negativa, tras fracasar la propuesta girondina de apelar al pueblo sobre el destino del rey, conocedores del apoyo mayoritario de la monarquia en la nación. La sentencia de morir en la guillotina fue hecha pública dos días después. La nueva oferta española, vía Ocáriz, reiterando la promesa de un estatus de neutralidad y ofreciendo efectuar una labor mediadora ante las demás potencias a cambio de la vida del rey, resultó totalmente inútil. La ejecución del monarca francés el 21 de enero de 1793 y la ruptura de relaciones franco-británicas tres días después, inclinaron a Carlos IV hacia la guerra, en un clima de indignación general. La Gaceta de Madrid y el Mercurio insertaron noticias sobre los últimos momentos del suplicio de Luis XVI para conmover los espíritus y templarlos para la lucha que se avecinaba. La generosidad de su testamento, publicado íntegro por la Gaceta, servía para difundir la grandeza magnánima de la institución monárquica.
Aranda, que conservaba su puesto en el Consejo de Estado y era decano del Consejo de Castilla, defendió, no obstante, la tesis de la neutralidad armada, argumentando razones militares y políticas. El 27 de febrero de 1793 desaconsejó, en un informe confidencial, declarar la guerra. Desde su punto de vista, el ejército español no estaba en condiciones de iniciar una guerra en la frontera, donde el mal estado de las comunicaciones impediría el desplazamiento y abastecimiento de tropas, mientras políticamente el verdadero enemigo de los intereses españoles era Inglaterra y no Francia, sobre todo en lo referente a la salvaguarda de las colonias americanas. Reiterada su postura pacifista en un pleno del Consejo de Estado celebrado el 14 de marzo de 1793, que presidía el rey, cuando la guerra había sido ya formalmente declarada por Francia una semana antes, el debate acabó con una violenta disputa entre Aranda y Godoy, que le valió al conde ser desterrado a Jaén primero, y confinado en la Alhambra granadina después. En opinión de Olaechea y Ferrer Benimeli, lo que en aquel Consejo sucedió fue únicamente la excusa para llevar a cabo la eliminación de un sujeto peligroso, de la misma forma que se iban eliminando todos los partidarios de Aranda, entre los que se encontraban miembros sobresalientes de la aristocracia, como los duques de Osuna, del Infantado, de Medinaceli, de San Carlos y de Sotomayor y el conde de Altamira.
La posición de Aranda era, tal y como los hechos vendrían pronto a confirmar, la más sensata y realista, mientras que Godoy dio muestras de su ignorancia y falsa presunción. Excepto por motivos estrictamente de defensa de los principios monárquicos y familiares, no había razón política alguna que justificara comenzar la guerra. Debido a ello fue imprescindible iniciar ante la opinión pública una campaña patriótica sin precedentes que justificara la lucha, en la que participaron entusiásticamente los miembros del clero que figuraban entre los enemigos más recalcitrantes de la Ilustración, pues era, en su opinión, la nueva Filosofía la mayor enemiga del catolicismo y la que había puesto la semilla de la revolución. Fray Jerónimo Fernando de Cevallos, el autor de los seis volúmenes contra La falsa filosofía, o el ateísmo, materialismo y demás nuevas sectas convencidas de crimen de Estado contra los Soberanos, afirmaba en carta a Godoy, fechada en julio de 1794, que "los franceses, con doscientos mil sansculotes podrán hacer una devastación horrible, ¿pero cuánto mejor será la que harán cuatro o cinco millones de sansculotes, que están para nacer en España de labradores, artesanos, mendigos, vagos y canallas, si toman el gusto a los principios seductores de los Filósofos?"
Convertido el conflicto en Cruzada, Godoy solicitó a los obispos que no sólo pusieran sus esfuerzos en animar a realizar fervorosas oraciones y recoger donativos, sino que exhortaran a los jóvenes al combate, contribuyendo a forjar un discurso reaccionario al establecer la identificación entre Ilustración y Revolución. El ejemplo más conocido de esa defensa de la Guerra Santa, movilizadora de los ánimos, es el del famoso predicador capuchino fray Diego José de Cádiz, autor de El soldado católico en guerra de religión, en cuyas páginas se hacía una vibrante llamada a la participación en la guerra contra la "perversa Francia", encarnación del Mal Absoluto, como obligación moral, garantizando la salvación eterna a quienes en ella cayeran.
Fray Diego José de Cádiz representó como nadie la oposición visceral a las novedades que había traído consigo la Ilustración. Prelados como Armanyá Despuig o Aguado Rojas publicaron cartas pastorales incendiarias exhortando a la lucha contra el impío francés, que no sólo pretendía derribar los tronos, sino abolir la religión, la jerarquía eclesiástica y las órdenes religiosas. Al sumarse a la campaña antirrevolucionaria, una gran parte de la Iglesia española buscó mejorar su imagen, presentándose como una institución patriótica y dispuesta a ser generosa con el sacrificio que se exigía al país para salvar de la impiedad y la anarquía los fundamentos de la civilización cristiana.
La Convención también participó, utilizando multitud de recursos en esta batalla por la opinión. En sus escritos dirigidos específicamente a los españoles, como Aviso al pueblo español, o la proclama Als catalans, España se había unido a los tiranos de Europa en "coalición monstruosa", pues reunía a los católicos españoles con los prusianos luteranos y los protestantes ingleses. En la actividad propagandística francesa se procuró evitar ofrecer muestras de anticlericalismo radical y se presentó el nuevo régimen como un paraíso de tolerancia religiosa: "aquí el judío socorre al cristiano, el protestante al católico, los odios de religión son desconocidos, el hombre de bien es estimado y el perverso despreciado". Su capacidad de mitigar el masivo mensaje difundido por el Estado y la Iglesia española fue mínima. Los franceses dejaban tras sí templos profanados, bienes incendiados y sexos ultrajados, y para la mayoría de los españoles eran perversos enemigos del Todopoderoso. Las gacetas no cesaron de difundir relatos sobre el bárbaro proceder habitual de los franceses. La entrada en Besalú fue narrada en los siguientes términos: "En los templos derribaron las imágenes, las arcabucearon y después se ensuciaron por todo; en algunos pueblos han forzado a las mujeres y muerto a otras".
El concepto de libertad no era otra cosa que anarquía y rechazo a toda subordinación. La proclamada igualdad era destructora y absurda, pues al nivelar a los hombres eliminaba el mérito y, sobre todo, "borraba la natural distinción entre dueños y esclavos, próceres e ínfima plebe". En ese clima de exaltación antifrancesa es frecuente encontrar ejemplos de odio popular exacerbado, como el citado por Aymes del fabricante de linternas de Requena, un tal Salvador Villacelero, que proponía la utilización de unos polvos fabricados por él para esparcir entre los enemigos "peste, malos granos, carbunclos y landres", tras quedar convencido de que los franceses eran unos "infieles, judíos, herejes y protestantes".
No obstante, algún obispo tuvo una actitud un tanto desdeñosa hacia el clima de Cruzada que Godoy alentó en los primeros meses de la contienda contra la Francia revolucionaria. El arzobispo de Valencia, Fabián y Fuero, protagonizó un enfrentamiento escandaloso con el Capitán General de aquel reino, el duque de la Roca. Aunque el detonante del conflicto fue la negativa del prelado a obedecer un edicto del duque que ordenaba la expulsión de los franceses residentes en territorio valenciano, incluidos los eclesiásticos emigrados, fue la pasividad de Fabián y Fuero, no exenta de cierta resistencia, a sumarse a "la movilización de los ánimos" en que se hallaba inmersa la práctica totalidad de la jerarquía católica española, lo que colocó al arzobispo en una incómoda y peligrosa posición.
Mientras que la mayor parte del episcopado español, y en especial el obispo de Orihuela Antonio Despuig y Dameto, su sucesor en la mitra valenciana, se mostraba activo en redactar e imprimir encendidas exhortaciones a tomar las armas, Fuero fue más comedido, y ningún texto con su firma fue publicado por el Diario de Valencia, que desde febrero de 1793 había declarado la guerra dialéctica a Francia y a todo lo francés. Si Despuig había recibido la Gran Cruz de Carlos III por sus gratificaciones a los voluntarios del ejército, y el 10 de mayo de 1794, para halagar a su protector Godoy, escribía que "nada me parece más justo que sea el primero que me aliste en esta Cruzada, tomando la Cruz, señal de esta Victoria", Fabián y Fuero, por la via indirecta de dejar constancia de sus opiniones por medio de un apologeta anónimo, se atrevía a criticar estas actitudes en términos inequívocos: "¿cuándo vio VE. a Jesucristo al frente de un ejército para combatir con los contrarios?, ¿cuándo se le oyó declamar contra sus perseguidores y aconsejar defender la fe con la espada?", para añadir poco después: "no ignoráis, o no debéis ignorar que si por desgracia vivimos en un siglo turbulento, por fortuna estamos en un siglo Ilustrado en el que es abominable la fantasía, la idea, y la contrariedad de guerra de Religión".
El resultado de su escaso entusiasmo, y su negativa a obedecer al Capitán General, fue el intento de detener al arzobispo. El 23 de enero de 1794, un edicto del duque de la Roca ordenaba el arresto del eclesiástico con el pretexto de garantizar así su seguridad, pues "se oyen las voces que claman por la muerte del prelado". En el transcurso de la ocupación por la tropa del palacio arzobispal, Fabián y Fuero logró encerrarse en uno de sus aposentos y escapar por un corredor que unía el edificio con la catedral. El 27 de enero, el arzobispo huía de Valencia disfrazado de sacerdote, dirigiéndose a Olba, un pueblecito de Teruel. En Valencia quedaron detenidos cuatro canónigos, un párroco y los tres capellanes del arzobispo.
El 11 de febrero de 1794 el Consejo de Castilla solicitó a Fuero, todavía refugiado en Olba, que renunciara formalmente al obispado para que se pudiera formalizar canónicamente su sustitución por Antonio Despuig, quien ya se encontraba en Valencia. El arzobispo remitió una representación a Carlos IV manifestando su deseo de dejar limpio su nombre de la calumnia de sedición, afirmando que no había renunciado a la mitra, sino que había sido depuesto por la fuerza. A fines de mayo de 1794, el pleno del Consejo de Castilla intentó encontrar solución a un problema espinoso y que corría riesgo de enquistarse peligrosamente. El cardenal Lorenzana, amigo de Fuero, sugirió el camino que finalmente conduciría a encontrar una salida airosa a un problema que comenzaba a ser piedra de escándalo para Despuig y arma eficaz para los enemigos de Godoy. El Consejo calificó los procedimientos utilizados por el Capitán General de Valencia de "injustos y violentos, hechos con demasiado ardor, y en los cuales se excedió notoriamente de sus facultades". El Consejo de Castilla era de la opinión que el Arzobispo debía recuperar el ejercicio de su jurisdicción y los detenidos puestos en libertad. Para evitar nuevas tensiones era aconsejable, sin embargo, que Fabián y Fuero permaneciera alejado de Valencia.
La Consulta del Consejo, que venía a dar satisfacción al arzobispo fue aceptada de no muy buena gana por Godoy, permitió encontrar una salida al rocambolesco conflicto de Valencia. Fabián y Fuero, a instancias del cardenal Lorenzana, aceptó renunciar a su sede valenciana el 23 de noviembre de 1794 dando vía libre a la consiguiente designación de Despuig, ferviente partidario de la Cruzada contra Francia, como nuevo arzobispo de Valencia.
En el notable esfuerzo de incitación propagandística, los prejuicios contra lo francés en general, sin ningún tipo de distingos, fueron utilizados con mayor énfasis que las referencias a los excesos jacobinos, que sólo eran conocidos por grupos minoritarios de personas informadas. En las arengas del clero se hacían alusiones genéricas a los franceses, tildados de regicidas, bárbaros y enemigos de Dios, lo que explica que en muchos lugares de España se desatara la violencia contra residentes franceses que nada tenían que ver con el proceso revolucionario que se vivía en su país.
Rivalidades seculares se agudizaron por la campaña de galofobia desatada, que sirvió en muchas ocasiones de pretexto para actuar vengativamente contra aquellos franceses que, dedicados a sus profesiones, eran competidores indeseados de los españoles, como sucedía en Cádiz, Barcelona o Málaga, donde existían importantes colonias de residentes franceses. Para las autoridades gaditanas, muchos de los comerciantes y corredores franceses eran jacobinos enmascarados, y la misma impresión tenían las malagueñas para las que era innegable "que entre nosotros vive una multitud no pequeña de malditos jacobinos capaces de contaminar a los más bien complexionados". En Barcelona se odiaba a los caldereros, sombrereros y comerciantes franceses no por regicidas, sino porque eran rivales de los españoles en el ejercicio de sus profesiones, hasta el punto de que, tras la ejecución de Luis XVI, el cónsul francés en la Ciudad Condal exhortaba a sus compatriotas a salir poco y a volver a casa antes del anochecer para evitar agresiones.
En Valencia, Manuel Ardit ha estudiado los motines antifranceses de febrero y marzo de 1793, en que fueron asaltadas y quemadas un buen número de casas de comerciantes franceses allí afincados, no librándose de la violencia popular ni tan siquiera los curas allí refugiados por no haber jurado la Constitución Civil del Clero de 12 de julio de 1790 y que se mantenían fieles a Roma. El sentimiento popular antifrancés produjo, al igual que en Valencia, sentimientos indiscriminados de rechazo y de violencia en otros lugares de España, alentados por rumores que se propagaban con rapidez, como la noticia difundida por Madrid en marzo de 1793 de que los franceses preparaban el envenenamiento de las aguas de la capital.